En el cielo de sus miradas jamás dejaron de volar las aves de la vida y la poesía. Aún en los húmedos y salitrosos calabozos del tirano Juan Vicente Gómez, soñaba con cielos para el vuelo de la palabra, en la voz de los pájaros del alma. No hay cadenas que detengan el vuelo del espíritu. Viajó a otros países como ave que no conoce fronteras, cuando se lucha por la justicia y la libertad. Viajó a otros países, no para hacer turismo político, sino para unirse a aquellos, que hacían huelga y protestaban contra los explotadores y los esbirros de la represión; contra los serviles de la muerte y los encarcelamientos. Siempre llevó en su sangre la savia silvestre de Guaicaipuro, Mara y Yaracuy. Y jamás olvidó a sus amigos de la ciudad de El Tocuyo, su ciudad natal, con sus oníricos crepúsculos, tunas y cardonales. Escribió poemas, no con el pretexto de hacer literatura, los versos venían a sus páginas por una necesidad impostergable de escuchar la vida en su voz. Hablamos del joven poeta y luchador venezolano Pío Tamayo. Poeta que hoy leemos gracias a la compilación de sus poemas, prosas y cartas, hecha por el poeta e investigador Franz Ortiz Castañeda y publicada por Edición del Centro de Cultura popular Guachirongo, Barquisimeto, 2001. Allí, nos dice Franz Ortiz en el prólogo o introducción de este libro: “No hay duda, ninguna posibilidad de duda, sobre la entrega de Pío Tamayo, desde muy joven, al ejercicio consciente de la lucha político social y la escritura, como visión imbatible de su condición histórica y humana”. Esta compilación reúne los textos de Pío desde los primeros escritos en El Tocuyo cuando estaba en “El tonel de Diógenes” (1917-1918), hasta los textos escritos y publicados en Puerto Rico (1922), Panamá (1924), Costa Rica (1926), Caracas (1928), Castillo Libertador (1928-1934) y Barquisimeto (1935). Sin embargo, hoy publicaremos en estos espacios el poema completo “HOMENAJE Y DEMANDA DEL INDIO”, leído por Pío el 6 de febrero de 1928 en el Teatro Municipal de Caracas al conmemorarse la semana del estudiante. Ese mismo año Pío Tamayo es detenido y encarcelado en el Castillo de Puerto Cabello, junto con otros dirigentes sociales, políticos y estudiantiles. Permanece en prisión hasta 1934, cuando logra salir, pero en condiciones de salud deplorables. Pío muere en la ciudad de Barquisimeto en 1935. En una de sus cartas escritas desde la prisión en 1932, le dice a su hermano Juan: “…La incomodidad, el calor que sofoca, la penuria, la escasez de libros y medios de estudio, la zozobra y el atropello. Pero el espíritu, alto y fuerte, triunfa y realiza la obra de acerar a los que tienen material de calidad, a los que mañana darán fe de este entrenamiento que la dura cárcel constituye”.
Pío Tamayo (El Tocuyo, 1898 – Barquisimeto, 1935)
HOMENAJE Y DEMANDA DEL INDIO
A su Majestad Beatriz I,
Reina de los estudiantes
Sangre en sangres dispersa,
almagre oscuro y fuerte
estirpe Jirajara,
cacique Totonó,
-baile de pinches, rezo de quenas-
Soy un indio Tocuyo
yo.
Meseta brava y bella
que abre su arcada a los llanos
y sus patios a la luna;
patíbulo de Carvajal,
espinas de cardonales,
polvo y sol.
Altiplano tocuyano
que nutre su carne en jugos
blancos de cañamelar.
Y los hace sangre roja
en la flor del cafetal;
bueno y santo
por la madre,
y porque me enlaza hermano
del de la selva en Oriente
y el de la sierra al Sur.
Yo llegué de ese altiplano
a avivarme en mis hermanos
los de la Universidad,
-savia en afanes quemada,
delirio del roble erguido-
y a rendirte mi homenaje
de indio triste,
Majestad.
Fracasa entre mi canto y mi altivez indígena
la intención en hinojos.
Humo leve de inciensos
como el que ardió en las aras de Tenochtitlán,
quemo en mi corazón,
y humillo el desgreñado orgullo de los vientos
con aguas de remansos,
cenizas de volcanes
y cánticos de amor.
-Así en la tierra antigua donde voló el faisán
usaba la liturgia de la proclamación-.
Los miles de estudiantes
-cada estudiante, Reina,
en un mundo en promesas y un trajín de tormentas-
han abierto hoy sus pechos sobre más infinitos,
al ver que oraculiza en tus manos llaneras
el tripartito escudo de su Federación.
Mañana, anhelo, pueblo,
mirandinos colores de la emancipación.
Beatriz del estudiante,
cetro de rebeldías,
corona de futuros;
bajo el patio de auroras de vuestro trono eres
la juvenil canción de amanecer.
El ensueño durmiente al amparo del alma
jubilosa y dinámica de la Federación,
hecha viva esperanza
en tu luz de mujer.
Y digan con mis voces palabras de tus súbditos
que es tu reinado, Reina, el único que no hace
cesarismo anacrónico,
en esta nutrida selva de Guaicaipuro,
de Mara y Yaracuy,
y del equino trueno
de los cien mil corceles,
sobre el que galopan
libertadas naciones.
Fugitivo perfil de garza morena,
¡Oh, perfume caliente de mazorcas tempranas!
durazno de oro en la rama;
cosa dulce y romántica cuando se dice “amada”;
ternura inacabable de la venezolana;
orgullo de nosotros.
Reina en cuya belleza
riman nobles y claras mis palabras agrestes,
divinizo tu boca
tan ingenua y traviesa
diciendo la dulzura que oí yo ayer.
“Cuando yo sea abuelita
luciré mis trofeos y le diré a mis nietos
que fui reina alguna vez”.
¡Nuncio cándido y bello que sube a vuestros labios
la ternura sagrada que hará de vuestro ocaso
epílogo adorable de un cuento de Perrault
Os verán esos nietos luciendo edades regias
y sonreirán con vos.
El mejor cortesano
-tendrá una voz mimada de Delfín-
solemne afirmará:
Abuelita: Santa Isabel de Portugal,
que convirtiera en rosas el pan de la bondad,
una noche de Reyes se entretuvo en decirme
que tu eras heredera de su linaje real.
Abuelita: desde aquel día te he visto
de reina el corazón.
Oyéndolo, el más pícaro de ellos
vencerá en pugilatos:
¿Desde aquel día? ¡Si ella nació con él!
Santa Isabel tenía muchísima razón.
Y ahora, Majestad
con el sollozo esclavote un jacaney rendido
el súbdito presenta su demanda ante vos
descarnado de insomnios
se consume mi rostro
y los tiempos incrustan sus cauces en mis sienes.
Retornan a romper las abras de los montes
baladros caquetíos.
Se desatan los ecos de vencidos lamentos
corren sobre el área salvaje de los llanos
o se extinguen muriendo en los senos intactos
de un Pacaraima hermético.
¡Me han quitado mi novia!
La novia que me quiso; ¡mi novia enamorada!
Palabras que se dicen con la pena infinita
De quien ya no podrá volverlas a cambiar…
Que bien decirte tú,
como a mi novia, Reina.
En ti la miro a ella
y al mirarte me acuerdo…
Era de sol su carne y de un frágil metal.
El eco de sus voces era de acero azul.
Estaba hecha de alturas. A ti se parecía.
Yo fui su novio niño,
-ya lo hemos sido tantos-.
Cantar, correr, soñar,
en el soleado campo, en la vega porosa,
junto al lirio morado,
al laurel
y al signo rojo de las rosas.
Se adornaron mis labios con su nombre armonioso
con su nombre que es música de banderas y estrellas.
Se miraron mis ojos en el ópalo grande
de sus ojos,
iguales al fanal de los tuyos.
¡Y el abrazo materno que de la tierra avanza
la confiada amorosa sobre mi corazón!
¡Cómo me acuerdo, Reina!
Temblando bajo sombras la amaba con angustias.
En mis venas corrieron los miedos por su vida.
Y un día me la raptaron.
Un día se la llevaron.
Desde los horizontes,
allá donde hace señas de adioses el crepúsculo,
vi encenderse los últimos luceros de sus besos.
Aprestarse a la andanza, porque la hemos perdido
¡y salir a buscarla!
¡Mirar cómo levantan asfixias hasta el cielo
las crestas de los cerros!
Agotarse llamándola en los senderos mudos.
Oscurecerse en noches solitario y rendido,
¡y sentirla que sufre y que se está muriendo!
¡Ah! Ya no puedo más, Reina Beatriz. ¡No puedo!
Vuele a llorar el indio en su llanto agorero.
Pero no, Majestad,
que he llegado hasta hoy,
y el nombre de esa novia se parece a vos!
Se llama: LIBERTAD!
Decidle a vuestros súbditos
-tan jóvenes que aún no puedo conocerla-
que salgan a buscarla, que la miren en vos,
¡Vos, sonriente promesa de escondidos anhelos!
Vuestra justicia ordene.
Y yo, enhiesto otra vez,
-alegre el junco en silbo de indígena romero-
armado de esperanza como la antigua raza,
perseguiré en marcha.
Pues con vos, Reina nuestra,
juvenil, en tu trono, se instala el porvenir!
(Poema leído por Pío Tamayo en El teatro Municipal de Caracas, 1928)
Pío Tamayo (El Tocuyo, 1898 – Barquisimeto, 1935)
HOMENAJE Y DEMANDA DEL INDIO
A su Majestad Beatriz I,
Reina de los estudiantes
Sangre en sangres dispersa,
almagre oscuro y fuerte
estirpe Jirajara,
cacique Totonó,
-baile de pinches, rezo de quenas-
Soy un indio Tocuyo
yo.
Meseta brava y bella
que abre su arcada a los llanos
y sus patios a la luna;
patíbulo de Carvajal,
espinas de cardonales,
polvo y sol.
Altiplano tocuyano
que nutre su carne en jugos
blancos de cañamelar.
Y los hace sangre roja
en la flor del cafetal;
bueno y santo
por la madre,
y porque me enlaza hermano
del de la selva en Oriente
y el de la sierra al Sur.
Yo llegué de ese altiplano
a avivarme en mis hermanos
los de la Universidad,
-savia en afanes quemada,
delirio del roble erguido-
y a rendirte mi homenaje
de indio triste,
Majestad.
Fracasa entre mi canto y mi altivez indígena
la intención en hinojos.
Humo leve de inciensos
como el que ardió en las aras de Tenochtitlán,
quemo en mi corazón,
y humillo el desgreñado orgullo de los vientos
con aguas de remansos,
cenizas de volcanes
y cánticos de amor.
-Así en la tierra antigua donde voló el faisán
usaba la liturgia de la proclamación-.
Los miles de estudiantes
-cada estudiante, Reina,
en un mundo en promesas y un trajín de tormentas-
han abierto hoy sus pechos sobre más infinitos,
al ver que oraculiza en tus manos llaneras
el tripartito escudo de su Federación.
Mañana, anhelo, pueblo,
mirandinos colores de la emancipación.
Beatriz del estudiante,
cetro de rebeldías,
corona de futuros;
bajo el patio de auroras de vuestro trono eres
la juvenil canción de amanecer.
El ensueño durmiente al amparo del alma
jubilosa y dinámica de la Federación,
hecha viva esperanza
en tu luz de mujer.
Y digan con mis voces palabras de tus súbditos
que es tu reinado, Reina, el único que no hace
cesarismo anacrónico,
en esta nutrida selva de Guaicaipuro,
de Mara y Yaracuy,
y del equino trueno
de los cien mil corceles,
sobre el que galopan
libertadas naciones.
Fugitivo perfil de garza morena,
¡Oh, perfume caliente de mazorcas tempranas!
durazno de oro en la rama;
cosa dulce y romántica cuando se dice “amada”;
ternura inacabable de la venezolana;
orgullo de nosotros.
Reina en cuya belleza
riman nobles y claras mis palabras agrestes,
divinizo tu boca
tan ingenua y traviesa
diciendo la dulzura que oí yo ayer.
“Cuando yo sea abuelita
luciré mis trofeos y le diré a mis nietos
que fui reina alguna vez”.
¡Nuncio cándido y bello que sube a vuestros labios
la ternura sagrada que hará de vuestro ocaso
epílogo adorable de un cuento de Perrault
Os verán esos nietos luciendo edades regias
y sonreirán con vos.
El mejor cortesano
-tendrá una voz mimada de Delfín-
solemne afirmará:
Abuelita: Santa Isabel de Portugal,
que convirtiera en rosas el pan de la bondad,
una noche de Reyes se entretuvo en decirme
que tu eras heredera de su linaje real.
Abuelita: desde aquel día te he visto
de reina el corazón.
Oyéndolo, el más pícaro de ellos
vencerá en pugilatos:
¿Desde aquel día? ¡Si ella nació con él!
Santa Isabel tenía muchísima razón.
Y ahora, Majestad
con el sollozo esclavote un jacaney rendido
el súbdito presenta su demanda ante vos
descarnado de insomnios
se consume mi rostro
y los tiempos incrustan sus cauces en mis sienes.
Retornan a romper las abras de los montes
baladros caquetíos.
Se desatan los ecos de vencidos lamentos
corren sobre el área salvaje de los llanos
o se extinguen muriendo en los senos intactos
de un Pacaraima hermético.
¡Me han quitado mi novia!
La novia que me quiso; ¡mi novia enamorada!
Palabras que se dicen con la pena infinita
De quien ya no podrá volverlas a cambiar…
Que bien decirte tú,
como a mi novia, Reina.
En ti la miro a ella
y al mirarte me acuerdo…
Era de sol su carne y de un frágil metal.
El eco de sus voces era de acero azul.
Estaba hecha de alturas. A ti se parecía.
Yo fui su novio niño,
-ya lo hemos sido tantos-.
Cantar, correr, soñar,
en el soleado campo, en la vega porosa,
junto al lirio morado,
al laurel
y al signo rojo de las rosas.
Se adornaron mis labios con su nombre armonioso
con su nombre que es música de banderas y estrellas.
Se miraron mis ojos en el ópalo grande
de sus ojos,
iguales al fanal de los tuyos.
¡Y el abrazo materno que de la tierra avanza
la confiada amorosa sobre mi corazón!
¡Cómo me acuerdo, Reina!
Temblando bajo sombras la amaba con angustias.
En mis venas corrieron los miedos por su vida.
Y un día me la raptaron.
Un día se la llevaron.
Desde los horizontes,
allá donde hace señas de adioses el crepúsculo,
vi encenderse los últimos luceros de sus besos.
Aprestarse a la andanza, porque la hemos perdido
¡y salir a buscarla!
¡Mirar cómo levantan asfixias hasta el cielo
las crestas de los cerros!
Agotarse llamándola en los senderos mudos.
Oscurecerse en noches solitario y rendido,
¡y sentirla que sufre y que se está muriendo!
¡Ah! Ya no puedo más, Reina Beatriz. ¡No puedo!
Vuele a llorar el indio en su llanto agorero.
Pero no, Majestad,
que he llegado hasta hoy,
y el nombre de esa novia se parece a vos!
Se llama: LIBERTAD!
Decidle a vuestros súbditos
-tan jóvenes que aún no puedo conocerla-
que salgan a buscarla, que la miren en vos,
¡Vos, sonriente promesa de escondidos anhelos!
Vuestra justicia ordene.
Y yo, enhiesto otra vez,
-alegre el junco en silbo de indígena romero-
armado de esperanza como la antigua raza,
perseguiré en marcha.
Pues con vos, Reina nuestra,
juvenil, en tu trono, se instala el porvenir!
(Poema leído por Pío Tamayo en El teatro Municipal de Caracas, 1928)